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La centralidad del parlamento. Una teoría crítica de sus funciones

The central role of Parliament. A critical theory of functions

María Esther Seijas Villadangos

Profesora Titular de Derecho Constitucional (Acreditada CU). Derecho Público Universidad de León, España.
E-mail: [email protected]

Resumen

La defensa del carácter esencial del Parlamento en las sociedades democráticas contemporáneas es compatible con la propuesta de la necesidad de su reforma. En este trabajo se analiza esa relación paradójica, desarrollando un especial interés en las siguientes propuestas. El objetivo fundamental de cualquier reforma que se postule sobre el Parlamento ha de ceñirse a reivindicar su mayor protagonismo en la esfera pública y en la política. En lo que concierne a la función legislativa cabe postular una reforma sustantiva y otra procesal. Sustantivamente, el Parlamento debe recuperar el protagonismo legislativo, reduciendo la intervención del ejecutivo en la función normativa, estableciendo unos límites más estrictos cuantitativamente y cualitativamente a la excepcionalidad reguladora del ejecutivo. Procesalmente, hemos de señalar la necesidad de limitar los procedimientos de lectura única, que han de vincularse a cuestiones sencillas y marcadas por el consenso mayoritario. Vinculada a esa función legislativa se analizará la presupuestaria. El papel de los Parlamentos en la tramitación presupuestaria tiene que cualificarse. La función de integración debe ser prioritaria en un contexto de Parlamentos fragmentados. Desde ella ha de potenciarse el papel de los Parlamentos en la resolución de conflictos, incluidos los territoriales. La participación, el Parlamento participado, es el referente de cualquier otra reforma. Su presencia es transversal a la modificación de todas las funciones especificadas. Es decir, el protagonismo del Parlamento como baluarte de la esencia del Estado democrático del siglo XXI.

Palabras clave: Parlamento. Participación. Tecnoparlamentarismo. Deliberación. Integración.

Abstract

The defense of the essential character of Parliament in contemporary democratic societies is compatible with the proposal of the need for its reform. This paper analyzes this paradoxical relationship, developing a special interest in the following proposals. The fundamental aim of any reform that is put forward on the Parliament has to be to claim its main role in the public sphere and in politics. With regard to the legislative function, a substantive and procedural reform can be postulated. Substantively, the Parliament must recover the legislative role, reducing the intervention of the executive in the normative function, establishing quantitative and qualitative limits to the regulatory exceptionality of the executive. Procedurally, we must point out the need to limit the procedures of single reading, which must be linked to simple issues and marked by majority consensus. Related to this legislative function, the budget will be analyzed. The role of parliaments in budgeting has to be qualified. The integration function should be a priority in a context of fragmented Parliaments. From there, the role of Parliaments in resolving conflicts, including territorial ones, must be strengthened. Participation, the Parliament participated, is the benchmark of any other reform. Its presence is transversal to the modification of all the specified functions. That is, the role of Parliament as a bulwark of the essence of the democratic State of the 21st century.

Keywords: Parliament. Participation. Tecnoparlamentarismo. Deliberation. Integration.

1 Introducción

“El concepto de representación se configura como una continua tensión el ideal y el logro” (PITKIN, 2014, p. 302). En ese contexto y jalonado por la sempiterna crisis con la que parece haber maridado a la perfección se propone homenajear la Constitución española de 1978, en su cuadragésimo aniversario, desde una aptitud de pesimismo constructivo a partir de la cual trataremos de desgranar dos convicciones fundamentales. La primera, el carácter irrenunciable de la democracia representativa y de la articulación de la misma en torno a una institución central que es el Parlamento. La segunda, la necesidad de adecuar las funciones que tradicionalmente se le han atribuido (legislar, controlar y aprobar los presupuestos) a un nuevo contexto en el que se exige la acomodación de las mismas a los nuevos retos y demandas de los ciudadanos, a la vez que las provenientes de otras entidades diferentes, y la introducción de modernas tareas, bien ancilares de las anteriores –como la incorporación de las nuevas tecnologías a la potenciación de la participación- o funciones ex novo, como la función integradora y la pedagógica. Un referente temporal será el hilo conductor de esta reflexión, partiendo retrospectivamente de revivir los orígenes del parlamentarismo, para afianzar desde una perspectiva sincrónica las tensiones del Parlamento actual inmerso en un mundo de multiparlamentarismo global y apuntar algunas propuestas con vocación prospectiva que nos podrán ilustrar sobre el devenir de futuros Parlamentos.

2 La centralidad del Parlamento en la democracia

Comenzar el análisis por el elemento más evidente, la punta del iceberg, que es la crisis del Parlamento y del parlamentarismo, nos lleva a aceptar sin matices un silogismo en virtud del cual la crisis del Parlamento es el trasunto de la crisis de la representación, que a su vez es el paradigma de la crisis de la democracia. Si para resolver esta ecuación utilizamos un método de igualación, eliminando el término común a cada una de estas expresiones –crisis- que, pese a tener manifestaciones diferenciadas, puede ser equiparable en esos supuestos, el resultado es una tríada conceptual –democracia, representación y Parlamento- que podemos integrar y razonar bajo un paraguas constitucional. El Estado constitucional es la plasmación de un poder político limitado, tanto funcionalmente de la mano de la división de poderes, como materialmente, a partir de la regulación de derechos. Su fundamento es democrático, en cuanto se sustenta sobre un cuerpo general, todo un pueblo, con soberanía indivisible. La garantía constitucional del mismo determina un poder político institucionalizado en el Estado de naturaleza limitada. Su plasmación es la distinción entre un poder constituyente y un poder constituido. La manifestación de esa voluntad general democrática se realiza a través del poder constituyente y a través de los poderes constituidos, indirectamente (ARAGÓN, 2008, p. 131). Esa traslación se realiza mediante un cauce, la representación, por lo que la democracia se convierte en democracia representativa. El concepto de democracia representativa, que ha sido descrito como un oxímoron por esa contradicción entre el todo y los representantes (KEANE, 2010, p. 161), determina que las decisiones se adopten por esos representantes que aglutinan una diversidad dinámica de intereses sociales e, incluso geográficos (URBINATI, 2006, p. 24). Aquí emerge, y no será la primera vez, la confrontación entre la democracia representativa y democracia directa o de identidad, el debate entre Montesquieu y Rousseau y cuya resolución no es únicamente pragmática, por la inviabilidad de una democracia directa en el siglo XXI, sino teórica, desde el marco de la democracia constitucional. Para ello se sirve de un órgano, el Parlamento, que es ese poder del Estado que tiene atribuida una serie de funciones capitales, como la legislación y el control del gobierno, para el funcionamiento del Estado constitucional, que deviene así en democrático, representativo y parlamentario.

3 La imprescindibilidad del Parlamento

El parlamentarismo, que pivota entorno a un órgano colegiado, elegido por el pueblo, es la esencia de la democracia. En palabras de Kelsen “la única forma real en que se puede plasmar la idea de la democracia dentro de la sociedad presente” (KELSEN, 1934, p. 50). Aún más, como reconocía Ignacio de Otto en el prólogo a Esencia y Valor de la democracia, es un presupuesto del que no se puede prescindir ni siguiera a la hora de discurrir por caminos divergentes e, incluso, opuestos (Ibídem, X). Los totalitarismos también se sirven de la democracia y del Parlamento para su formación y consolidación.

Lo imprescindible del Parlamento se fundamenta en que es el órgano que provee de legitimación al órgano de gobierno, a la vez que sirve para su control. El Parlamento, refleja y garantiza el pluralismo social, geográfico, económico, pero sobre todo político. Es esa base social heterogénea a la que contribuye a integrar, consiguiendo una ficticia comunidad de intereses. La sociedad podrá dotarse de normas e, incluso, podrá alcanzar progreso económico y tecnológico, prescindiendo de un Parlamento, pero no podrá forjar una base democrática de apoyo y legitimación de los mismos, si no es a través de un Parlamento (RUBIO LLORENTE, 1993, p. 24).

Hablar de la esencialidad de los Parlamentos nos obliga a disertar acerca del origen de los mismos. En ese punto es preciso recordar que la Unesco declaró el 18 de junio del año 2013 que los Decreta de León de 1188 constituyen la “manifestación documental más antigua del sistema parlamentario europeo”1.

Cuando hablamos de Parlamento es preciso que diferenciemos entre el significante y el propio significado del término. De acuerdo con Pollard, el uso más temprano registrado de la palabra Parlamento se puede datar en la frase “en sunplenierparlement”, de Jordan de Fantosme, quien la escribiría a finales del reinado de Enrique II, en el siglo XII (POLLARD, 1920, p. 32). El Obispo Stubbs la usaría, de modo casual, en una Asamblea celebrada en Gaitington en 1189. En 1214, Alejandro II de Escocia recibiría un salvoconducto “para reunirse con el Rey y su Consejo en Northumberland… durante la reunión del Parlamento” y el sheriff de Northumberland recibió la orden de pagar una suma de dinero como consecuencia de los cultivos pisoteados a causa del Parlamento entre el Rey inglés y el Rey de Escocia. En estas referencias, Parlamento significa nada más y nada menos que parlamentar, hablar o conversar con otra u otras personas. Es en ese sentido en el que se usaría hasta finales del siglo XVI. A mayor abundamiento, estos antecedentes de carácter semiológico son más precisos si utilizamos el plural, Parliamenta, en cuanto no existía continuidad entre un Parlamento y otro, teniendo cada uno de ellos una entidad individual. Vinculado al término Parlamento se puede hacer una referencia a la palabra Cortes. Con ella se alude a la ciudad o lugar donde residía el monarca y en el que se sitúan sus Consejos y Tribunales. Desde su étimo latino, Cohors, un espacio o recinto donde se asentaba una décima parte de una legión, toma importancia ese aspecto físico, pero que se traslada tomando el todo por las partes, al conjunto de consejos, tribunales, ministros y oficiales cuya tarea era asesorar y servir al monarca y a su séquito. Cortes también hace referencia al Consejo ciudadano cuyos representantes están autorizados para formular propuestas, demandas o peticiones al monarca2.

En ese sentido, la Curia Regia, que se configura como el precursor institucional de las Cortes, es una sesión plenaria o extraordinaria en la que tendrían cabida los ciudadanos. Este término es el que se usó en el Reino de León en 1188.

Acompañando a la tesis tradicional de situar las instituciones parlamentarias como “el mayor regalo de los ingleses a las civilizaciones del mundo” (POLLARD, 1920, p. 3) y, consecuentemente, catalogar a Inglaterra como “el país donde el gobierno representativo se desarrolló por vez primera” (HATTERSLEY, 1930, p. 78) y se sentaron las bases del parlamentarismo constitucional (MACKINTOSH, 1830, p. 217), una propuesta se lanzó a la esfera internacional en el año 2009 cuando John Keane manifestó que el “el primer parlamento había nacido fruto de la desesperación” (KEANE, 2009, p. 170), a finales del siglo XII, en el noroeste de la Península Ibérica, en León. La figura de Alfonso IX se alza como su mentor, y su desesperación es fruto de diversas circunstancias personales (salud, familiares, luchas sucesorias) y políticas (presión militar sobre el Reino de León, arcas vacías), que confluyeron en un momento único en la historia, la germinación de la institución parlamentaria (SEIJASVILLADANGOS, 2015, p. 8). El impulso internacional consolida una tesis que había trascendido el ámbito histórico y se había divulgado desde comienzos del siglo XX, con trabajos como José Ramírez Santibánez, con el sugerente título Aventando cenizas. Estudio comparativo entre el ordenamiento de León de 1188 y la Gran Carta Inglesa de 1215, (1922), pero sobre todo con los estudios de Arvizu y Galarraga y Fernández Catón, al hilo de la conmemoración del noveno centenario de los Decreta.

Dos argumentos sintetizan la relevancia de este antecedente y consolidan su trascendencia, aupándose a otros referentes como el Althing de Islandia, la primera Dieta alemana de 1232 o la primera reunión de los Estados Generales franceses en 1302, pero sobre todo a la Carta Magna de 1215. En primer término, desde una perspectiva formal, en marzo de 1188, una generación antes que el rey Juan, Alfonso IX presidió las primeras Cortes. El triángulo representativo estaba formado por vez primera por nobles, obispos y ciudadanos, descritos como “hombres buenos/bonnihomines”. Su presencia se atribuye a diversas razones, bien llamados por el Rey o bien atraídos por la convocatoria e invitados a tomar parte en la misma, lo cual no empece su presencia referencial en la curia. En segundo lugar, materialmente, su presencia se enfatiza en los distintos roles que se les atribuyen, consejo (Decreto IV: “Prometí también que no haré guerra ni paz ni pacto a no ser con el consejo de los obispos, nobles y hombres buenos, por cuyo consejo debo regirme”); función testifical al incluir a los ciudadanos como un aporte que evidencia la articulación de un procedimiento judicial rudimentario que se confirma en los Decreta V, IX y XI y, finalmente, en el Decreto XVII, los ciudadanos son comprometidos, prestando juramente, a proveer fiel consejo al monarca, “a fin de mantener la justicia y conservar la paz”. A partir de ahí, la presencia de los ciudadanos será una constante en las Curias Regias, v. gr. Benavente 1202 y después Castilla o Aragón, confiriéndose continuidad a esa presencia ciudadana en el órgano que adoptaba las principales decisiones del Reino.

La conexión de Parlamento y principio democrático es muy posterior y se referencia a partir del principio de que solamente los representantes de la sociedad pueden vincular a esta en su conjunto a las normas que regulan la convivencia (Biglino, 2001, p. 179). Esa idea de parlamentarismo representativo es la que fructifica en el referente inglés y se verá reforzada por la consolidación de derechos civiles y políticos y por el afianzamiento de mecanismos de elección y votación ciudadana, así como por la pugna por mantener un status independiente frente al poder ejecutivo.

Una vez consolidado el Parlamento, su evolución es susceptible de periodificarse en cuatro etapas diferenciadas (GARCÍA MORILLO, 1997, p. 141). Una primera etapa, de preeminencia parlamentaria en la que el Parlamento era soberano y el poder ejecutivo estaba supeditado por completo al poder legislativo. Esta etapa salvaje se ilustra con la III República Francesa (1870-1940), República de Weimar (1918-1933) y parte de la II República española (1931-1936). Una segunda etapa, descrita como parlamento racionalizado, aportación doctrinal encomiable de Mirkine Guetzevich, se implementa a través de la Ley fundamental de Bonn 1949, y en ella se marca como objetivo primordial que el Parlamento sea un agente activo de estabilidad política, a la par que sea capaz de llenar las lagunas de poder que el sistema incorporaba. En una tercera etapa se aborda una profundización en los objetivos del parlamentarismo racionalizado con objetivos de alcance institucional, priorizando la dimensión orgánica del mismo, por lo que se identifica esta etapa como parlamentarismo estructurado.

Finalmente, una cuarta etapa, en la que con matizaciones nos hallaríamos en la actualidad se identifica como parlamentarismo limitado. Ese constreñimiento del Parlamento es consecuencia a un auge imparable del poder ejecutivo, que se presenta como más acorde a las necesidades de la sociedad, propias de un Estado social avanzado que se mueve únicamente ante estímulos de decisiones y medidas eficaces. Es la hora de los resultados, tangibles, dispares como la misma sociedad, técnicos y complejos. Otros agentes contribuyen a esta contención, como la preeminencia de los tribunales constitucionales, el multiparlamentarismo, especialmente el derivado de la integración en organismos supraestatales, como la Unión Europea.

Es en esa cuarta etapa donde se fortalece la idea de la crisis del Parlamento y del parlamentarismo, pese a que la idea no es ni mucho menos novedosa, (Sánchez de Coca, Joaquín, 1914, p. 508), pero sobre todo por la tesis de Carl Schmitt quien publicaría en 1923 Die geistesgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus, traducida al inglés en 1985, The crisis of parliamentary democracy. “La crisis del sistema parlamentario y de las instituciones parlamentarias deriva de las circunstancias de la moderna democracia de masas” (SCHMITT, 1923, p. 15). La imposibilidad de lograr la igualdad y la homogeneidad, que sitúa como presupuestos de la democracia, aboca al fracaso del parlamentarismo. Por ello, el Parlamento no es la traslación de la voz de la sociedad, sino que se distancia de esta, ejerciendo una representación de él mismo. Pero esa no es la única crisis que se achaca al parlamentarismo. Se le reprocha su incapacidad para desempeñar sus funciones, como legislar (LASKI, 1950, p. 77); su limitación para comunicar a la sociedad sus decisiones y para recabar de esta sus reclamas, ambas esferas la político-parlamentaria y la social parecen discurrir de forma asincrónica y aislada; su obsolescencia organizativa y estructural; su actitud complaciente con un status subordinado respecto al poder ejecutivo que monopoliza la vida política y que deriva en una situación que puede presentarse como una auténtica involución al aparentar una neo-concentración del poder, precisamente, la situación a la que el parlamentarismo pretendió dar una alternativa. Respecto al gobierno, el Parlamento ha relajado el control, que se dibuja con enormes deficiencias cuya evidencia más señera es la negación de un gobierno a ser controlado por el Parlamento alegando que está en funciones, o la inocuidad de las actuaciones de control parlamentarias sobre el ejecutivo (reprobaciones). De su funcionamiento también derivan otros reproches como la sustitución de la deliberación por el debate, esto es la primacía de la confrontación de posiciones, restringiendo el espacio al diálogo y al consenso que se espera de unos representantes que lo han de ser de todos.

En esta relación sintomática de la crisis del parlamentarismo podemos detectar movimientos que son erráticamente contradictorios, auténticas paradojas, que luego guiarán parte de la renovación funcional que analizaremos. Así, se considera un factor que indica la crisis del Parlamento la no receptividad por parte de los representantes, su inconexión con la sociedad, tónica constante que pueden quebrar con el seguimiento impulsivo de demandas sociales, expresadas contundentemente por algunos sectores y que rápidamente transforman en leyes. Esa legislación a golpe de titular de prensa es evidente en el ámbito del derecho penal, en el social o en el laboral. La democracia se rige por los sondeos de opinión, o por las manifestaciones, y sus contramanifestaciones, lo que deriva en políticas impredecibles, pendulares que abrazan la inestabilidad y el descrédito nacional e internacional. En esa tesitura la política se banaliza y se desprende de una línea constante que debería llevar a un progreso evolutivo de la sociedad y de las condiciones de vida de un Estado.

La ampliación de la distancia entre representantes parlamentarios y representados ha recuperado el debate entre democracia representativa y democracia directa como remedio a esa desafección que parece haber desarrollado la ciudadanía como resultado de la crisis parlamentaria. Una desconexión que se evidenciaría en una reducción de la participación electoral, en un menor interés en vincularse a los partidos políticos que habrían visto una exponencial reducción de sus afiliados o en la expresa manifestación del desinterés ciudadano en la política en los distintos sondeos de opinión que se lanzan. Por ejemplo, en el Barómetro del CIS de enero de 2018, el porcentaje de afectación de los encuestados por la situación política, la inestabilidad política y la falta de acuerdos se cifraba en torno a un 1.7%, en detrimento de preocupaciones como el paro o la situación económica.

En ese contexto de crisis del Parlamento y del parlamentarismo, procede efectuar una revisión de las funciones desempeñadas por la institución parlamentaria, evidenciando en cada una de ellas las potenciales disfunciones que agrupadas confluyen en esa crisis del parlamentarismo.

4 La esencialidad de sus funciones

La centralidad del Parlamento y la semejanza de su implementación a partir del patrón británico hace que uno de sus clásicos estudios, el desempeñado por Bagehot, The English Constitution, 1867 sintetice dichas funciones.

La función principal es la electoral. El Parlamento, concretamente la Cámara Baja, es una Cámara electoral, es la Cámara que elige al Primer Ministro, al Presidente. El alter de esa función es la capacidad del legislativo de hacer dimitir, de censurar, al Presidente y a su gobierno. De ello derivaría una estrecha unión, una comunión entre el legislativo y el ejecutivo.

Una segunda función del Parlamento es, para Bagehot, la función expresiva, en virtud de la cual la Cámara de los Comunes expresa la opinión de los ciudadanos sobre todos los argumentos que le son sometidos a su consideración. Esta función es la que designaremos como representativa, en cuanto actúa como correa de transmisión de la voluntad popular.

La tercera función del Parlamento tendría un carácter pedagógico, teachingfunction. “Una asamblea de hombres eminentes no puede colocarse en el centro de la sociedad sin modificarla. Debe mejorarla. Debe enseñar a la nación lo que no sabe” (BAGEHOT, 1867, p. 152). A los ojos de Bagehot un Parlamento cumpliría esa función cuando se convierte en un espacio para debates solemnes, relevantes, que educan a los ciudadanos y les trasladan de modo comprensible la complejidad de los procesos decisorios.

Una cuarta función en esta relación, pero segunda en importancia, es la referida como función informativa. La función de someter al interés de la nación, de sus representantes, los deseos, reclamas, quejas, solicitudes y pretensiones de determinadas clases sociales o grupos particulares. La diferencia con la función informativa, es que aquella se concebía para mentes privilegiadas, mientras que esta se formula de modo accesible para quienes albergan un interés específico en la cuestión debatida o legislada.

En último término señala la función legislativa, de la que destaca su carácter general y de su singular importancia destaca que, con frecuencia, es lo único que se asocia a la actividad parlamentaria.

Como colofón a esta relación de funciones se sitúa la función presupuestaria y financiera, la que Bagehot, no obstante, considera una especie del género función legislativa. “Pero no considero que, sobre un principio amplio, y omitiendo los tecnicismos legales, la Cámara de los Comunes tiene alguna función especial con respecto a las finanzas diferentes de sus funciones con respecto a otras leyes”. El hecho de que sea una legislación anual no es indicador suficiente de una naturaleza diversa con respecto a otras leyes, y tampoco exigen un tratamiento diferenciado.

Materialmente estas funciones podrían circunscribirse a tres, representación, control y ordenación política a través de la legislación y, jerárquicamente, en atención a la importancia que el parlamentarismo les confiere se podrían discriminar unas funciones primarias, legislar, controlar y presupuestar (art. 66.2 CE) y otras ancilares, como la representativa, la formativa o la informativa.

Los Parlamentos son instituciones democráticas que desde su adaptación al continente europeo, mediante la obra de Guizot en Francia, evidencian una máxima a la que estas funciones dan preciso cumplimiento: el triunfo del derecho sobre la irracionalidad de la fuerza.

La función legislativa se remite al Parlamento, confiriéndole la elaboración del elemento esencial del Estado de Derecho desde el que se va a proyectar una legitimación para articular una convivencia pacífica de los ciudadanos. Sustraído del quehacer del poder constituido parlamentario su rol de poder constituyente, su reminiscencia como tal poder constituido le habilita para regular las decisiones que de forma recurrente y trascendente afectan a los ciudadanos. Pero el Parlamento no ostenta la exclusividad de la normación de la convivencia, de la producción legislativa. Esa tarea la comparte con el Ejecutivo, pero no en una posición paritaria, sino primando formalmente su preeminencia. Si el gobierno abusa de su potestad normativa, v. gr. aprobando más reales decretos leyes de los que las circunstancias demandan, el Parlamento, además del control constitucional, preserva su potestad de no convalidar los mismos. El ejecutivo también tiene una incidencia que está desplegando unos efectos desmedidos y no deseados sobre la legislación, en cuanto la Constitución le confiere un veto al establecer que “toda proposición o enmienda que suponga aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios requerirá la conformidad del Gobierno para su tramitación” (art. 134. 6 CE). Lo que es una proyección lógica de la racionalidad presupuestaria se ha transformado en un contexto de parlamentarismo fragmentado en un bloqueo gubernamental, plasmación espuria de una hegemonía que no deriva de la deliberación y del debate que ha de acompañar a la aprobación legislativa. Igualmente, tampoco traslada la legitimación representativa parlamentaria a la función legislativa. Pero no solo el ejecutivo, sino otros Parlamentos confluyen en esa legislación. Estamos en la era del multiparlamentarismo. Múltiples actores legislan y un solo destinatario, el ciudadano3. Esa hipertrofia legisladora tiene un riesgo que es la devaluación normativa por inflación y la colisión, ya sea por reiteración como por contradicción, entre los legisladores. El control constitucional vuelve a reclamar un espacio en esa verificación de la función legislativa. En el ejercicio de esta función legislativa hay que reparar en la cantidad y calidad de la legislación. En el año 2017 solo se aprobaron trece leyes, de un total de 32 iniciativas legislativas. Distinta fue la situación en 2012, donde se debe sumar a las 17 leyes ordinarias, 8 leyes orgánicas –mayoritariamente reforma de leyes orgánicas- y 29 Reales Decretos-leyes.

La función presupuestaria se confunde con la misma esencia y génesis del Parlamento, no taxation without representation. Igualmente aquí, el papel del Parlamento no se identifica con exclusividad funcional, dado que la comparte con el gobierno, en cuanto que la iniciativa presupuestaria es del ejecutivo y que su presencia es preeminente, al conservar el control sobre la posibilidad de enmienda parlamentaria a los presupuestos. Pero el problema, en el contexto actual, no es el cómo se ejerce esta función, sino la no activación de la misma, consecuencia de un Parlamento fragmentado que confunde la función presupuestaria con la función electiva y controladora del gobierno.

La función de control se implementa, más allá de los dos instrumentos clásicos del parlamentarismo racionalizado, moción de censura y cuestión de confianza, en la petición de información al gobierno por parte de la cámara, en pleno o por sus comisiones, como destinatario o actor pasivo de la misma, y en manifestar su opinión sobre las actuaciones gubernamentales, dimensión activa, y sobre las políticas desempeñadas. Esta función de control queda diluida en diversos espacios, como por ejemplo el control de un gobierno en funciones, o la eficacia de las reprobaciones ministeriales o de otros cargos discrecionales ex art. 111.2 CE. Ese control que es capital para la significación de la forma de gobierno parlamentaria tiene que invadir la actividad del Parlamento y proyectarse sobre todas las demás funciones, en particular la legislativa. El Parlamento tiene que pedir información al Gobierno sobre las políticas públicas que desarrolla, tiene igualmente que estar habilitado para requerir información a otros sujetos, públicos o privados, que ayuden a formar una opinión omnicomprensiva de lo que acaece públicamente.

A estas tres funciones clave se agregan otras, que hemos calificado como ancilares, pero que completan el marco funcional del Parlamento actual.

La función de representación se articula, (SARTORI, 1995, p. 297) a partir de diferentes concepciones de la misma: la concepción electoral de la representación, los ciudadanos eligen libre y periódicamente unos representantes; la concepción de la representación como responsabilidad, en virtud de la cual los gobernantes responden solidariamente frente a los gobernados; la representación como mandato, los gobernantes seguirían las instrucciones de los ciudadanos; la concepción de la representación como “ídem sentiré”, en virtud de la cual habría una comunión entre los representados y los representantes, algo semejante a la Constitución normativa concebida por Loewenstein, pero en términos de representación; la concepción consensual de la representación, que derivaría en una acatamiento y adscripción de los ciudadanos a las decisiones de los representantes y, finalmente, una concepción participacionista de la representación, conforme a la cual los representantes tendrían habilitado un espacio decisorio, compartiendo esas tareas con los representantes.

Es este elenco de funciones el que parece tambalearse en los albores del siglo XXI. Sobre esta plantilla cabe articular nuevas funciones o ampliaciones y modificaciones de las ya desarrolladas. Ese reto es una cantera de alternativas y propuestas para reformar el parlamentarismo en el siglo XXI.

5 Nuevas funciones para un viejo Parlamento: las paradojas de su planteamiento

El Derecho Constitucional es un derecho empírico, en consecuencia ha de proceder a introducir en sus consideraciones problemáticas reales y actores diferentes a los tradicionales. Desde esa perspectiva, y a partir de la conciencia de las desviaciones de las funciones del Parlamento, analizaremos alternativas pragmáticas que contribuyan a reforzar esa centralidad del Parlamento que consideramos irrenunciable. Para su formulación partiremos de plasmar una paradoja que pone en tensión las pretensiones que pueden suscitarse y la realidad que no alcanza a contemplarlas.

    a. La función integradora: la paradoja de la sociedad plural representada por un Parlamento homogéneo y deliberativo.

El Parlamento es el órgano de representación de los ciudadanos, es la vía de relación entre los ciudadanos y los órganos rectores del Estado. Si la sociedad tiene una composición y unos intereses plurales, el órgano o la institución parlamentaria debería reflejar esa pluralidad. Es más, si hay una sociedad fragmentada, ese Parlamento debería ser un Parlamento fragmentado. Sobre esa base compositiva del Parlamento hay que proyectar su función de elección gubernamental, y de apoyo y control del mismo. Un gobierno estable reivindica una base estable, asimilando estabilidad a homogeneidad del Parlamento. Esa homogeneidad deseable no se corresponde con la pluralidad de la sociedad, que debería reflejarse en ese Parlamento. Esa paradoja del parlamentarismo solo puede comprenderse desde una concepción del Parlamento como institución integradora a partir de la deliberación de los asuntos públicos.

Para la implementación de esta función cabe apelar a la incorporación de condicionantes emocionales (SÁNCHEZ AGESTA, 1988, p. 13), como la confianza en la racionalidad de las decisiones y la aceptación de unas reglas de juego como alternativas preferidas a la derivación a los ciudadanos de los problemas que pudiera generar violencia o alteración del orden jurídico y público. Igualmente, requeriría acatar el fallo de la mayoría, aún cuando no nos sea favorable y, en otra perspectiva, respetar las demandas de las minorías, siendo conscientes de ese carácter minoritario, pero como requisito a una convivencia que hay que trasponer a la ciudadanía.

En esta reinvención integradora del Parlamento hay que habilitar un gran protagonismo a la tolerancia. El objetivo es potenciar un pluralismo social, pacífico y prolongado. Esta función se solapa, con otra de las funciones citadas como clásica por Bagehot que es la función pedagógica o instructiva. Si el Parlamento integra, enseña a los ciudadanos a integrar y deliberar, ilustra comportamientos y previene desviaciones. Esa tolerancia de la mayoría, respecto a la minoría, sus opiniones y convicciones es un reto. Igualmente, esas minorías tienen que asumir la posición minoritaria que ostentan y amoldarse a las decisiones mayoritarias entre las que han de convivir.

Dentro de las herramientas parlamentarias hallamos en el art. 118.2.1º del Reglamento del Congreso, una referencia a “la confrontación política de posiciones”, o en el 118.3, las “enmiendas de transacción”. Los turnos alternativos del art. 74 del mismo Reglamento o el derecho a réplica y a la rectificación (art. 73), que incluso llevarían a admitir esos turnos alternativos en los cierres de una discusión.

    b. La paradoja de la transparencia de los acuerdos y las negociaciones parlamentarias frente a la necesidad de hacer eficaces y ágiles los trabajos parlamentarios extramuros de los procedimientos. La función de la dirección política parlamentaria.

Una concepción pragmática del Parlamento tiene que asumir esa realidad de la existencia del diálogo de pasillo, de un cierto regateo en las negociaciones, hasta de aceptar enmiendas “en su espíritu”. Para ello es conveniente reconocer como en 1844, Thomas Erskine May, un ayudante de biblioteca de la Cámara de los Comunes publicó A Practical Treatise on the Law, Privileges, Proceedings and Usage of Parliament, un referente pragmático de todos esos usos que facilitaban la vida parlamentaria. Esta capacidad parlamentaria, de naturaleza instrumental, de gestionar la negociación y hacer viable el resto de las funciones que tiene atribuidas se conecta con una atribución parlamentaria que contribuye a diluir las no tan nítidas fronteras entre el legislativo y el ejecutivo y que se refiere a la tarea de dirección política, indirizzo político. El Parlamento tiene que contribuir de una manera visible a determinar los objetivos de la política estatal y a fijar los medios o instrumentos para su consecución. En su desempeño puede incorporar a la misma ese pluralismo de su composición que es ajeno al ejecutivo. Aquí, prima la conceptualización del Parlamento como institución, en la medida que sus funciones han de ser desempeñadas por todos los elementos que lo componen, por el pluralismo que lo singulariza, reflejado en los diversos grupos parlamentarios y en los propios parlamentarios individualmente considerados, frente a una concepción del mismo como órgano, en el que las decisiones adoptadas por mayoría plasman un monolitismo en su posición.

    c. La paradoja de un Parlamento representativo versus un Parlamento participado

La disfunción democrática de la desafección ciudadana a los asuntos públicos y a los trabajos parlamentarios se puede referenciar en torno a la tensión entre un Parlamento representativo que pugna con un Parlamento participado, que no participativo. Mientras participativo alude a “propicio a participar”, un Parlamento participado se vincula a la esencia del verbo participar, que en cuanto intransitivo se refiere tanto a “tomar parte de algo, como a recibir una parte de algo”, y como verbo transitivo se define en el sentido de “dar parte, noticas, comunicar”. Es esta doble acepción la que se persigue, que el Parlamento acoja y sea receptivo de las posiciones ciudadanas y que potencie la comunicación de sus decisiones y actuaciones al pueblo.

En este punto abre la puerta al déjàvu entre democracia directa y democracia representativa, esa sempiterna tensión que se proyecta en las democracias contemporáneas. El debate se forjó entre Montesquieu y Rousseau, la democracia representativa y la democracia de identidad o en su formulación por Dicey, la dialéctica entre soberanía parlamentaria y soberanía del cuerpo electoral (DICEY, 1885, p. 59). Este planteamiento no se ciñe a un marco exclusivamente teórico, sino que afecta a dos de las funciones esenciales del Parlamento, la representativa y la legislativa. Dicey describía esa soberanía parlamentaria como “el derecho de hacer o deshacer cualquier clase de ley” (1885, p. 39-40). Pero, es en su formulación en sentido negativo (VARELA SUANZES, p. 39) donde apreciamos con una claridad meridiana esa colisión con la soberanía del pueblo (Locke) o del cuerpo electoral (Bentham). Por un lado, esa soberanía parlamentaría excluía la soberanía singularizada de la reina, la Cámara de los Comunes o la Cámara de los Lores. Por otro, sostenía Dicey “el único derecho que tienen los electores bajo la Constitución inglesa es el de elegir a los miembros del Parlamento. Los electores carecen de derecho alguno para iniciar, sancionar y rechazar la legislación del Parlamento. Ningún tribunal considerará, ni por un momento, el argumento de que una ley es inválida por oponerse a la opinión del electorado, que sólo puede expresarse jurídicamente a través del Parlamento y nada más que a través de él” (1885, p. 267). A raíz de ello introduce un doble matiz de la soberanía, la soberanía jurídica, de la que era titular la reina junto a las Cámaras del Parlamento, y la soberanía política, elegida por el pueblo, concretamente por el electorado, que se fusionaba con la voluntad de la reina al estar obligada a hacer suya esta posición. Otras dos facetas de la soberanía parlamentaria aluden a su compatibilidad con la capacidad de creación de normas por parte de los tribunales en el ejercicio de su función jurisdiccional y en la limitación diacrónica del Parlamento, en cuanto su soberanía era sincrónica, sin afectar a lo que ulteriores Parlamentos puedan acordar.

La concreción más mediática de esta paradoja es la confrontación entre las decisiones parlamentarias y el recurso a la democracia semidirecta, particularmente, a través del referéndum. El planteamiento de base radica en dirimir si este enfrentamiento lo consideramos como un juego de suma cero, en el que el antagonismo entre ambas sea irreconciliable, o por el contrario optamos por una percepción sistémica, en la que apostemos por una continuidad y secuenciación de sus implicaciones. Un constitucionalismo equilibrado parte de dos premisas: la legitimidad de los resultados de los referéndums convocados legalmente y el reconocimiento de la insuficiencia de un debate profundo en el desarrollo de los mismos, empañando el núcleo de lo preguntado en el referéndum con argumentos e intereses políticos espurios, un velo de manipulación política. Desde ese esquema, el papel de los Parlamentos es doble, potenciar la visibilización de las consecuencias de cada opción y, por otro lado, monitorizar “las acciones de los gobiernos en orden a asegurar su conformidad con las normas y principios que el orden legal y constitucional del Estado determine” (LECLAIR, 2016). La combinación entre Parlamento y referéndum en la búsqueda de la reconciliación de los principios democráticos y la dimensión formal e integradora de los mismos.

Cuando se habla de la carencia representativa de los Parlamentos y del profundo distanciamiento entre la realidad política y social y nuestros representantes, se piensa en una explicación tradicional que achaca a los parlamentarios una actitud negativa para atender las demandas sociales. Sin embargo, también en esa desconexión podemos alertar de la creación por parte de los Parlamentos y los parlamentarios de demandas ficticias, que potencian y realimentan, bien por atender a sus propios intereses, bien porque traten de desorientar a los ciudadanos sobre otras preocupaciones y demandas. Esa representación ficticia, puede quedarse aislada en ese marco representativo parlamentario o bien puede lanzarse a la sociedad, en un proceso de feedback, para que los ciudadanos la realimenten, bien rechazándola o bien adhiriéndose a la misma y asumiéndola como propia. De esa especificidad, del grado de racionalidad o de la ausencia de la misma en sus decisiones se ocupa el denominado “Teorema de Coase”, originalmente gestado para explicaciones en el marco de la economía. El teorema de Coase plantea que no tiene importancia donde se ubique la responsabilidad de algo, en concreto de una decisión o de una propiedad, porque en un mundo de costes de transacción cero, éste correspondería a quien más lo valore (MCKLOSKEY, 1998, p. 367). De conformidad con el dicho teorema, tiene menos importancia la asignación o resolución legal o jurisprudencial de una propiedad, dado que ésta se asignará a quien más la valore, con lo cual la negociación concluiría en una óptima entrega del bien litigioso. Desde unos bajos o nulos costes de la transacción, dos actores racionales negociarán para crear la solución socialmente óptima, en el marco de la representación siempre la primacía del interés general de la sociedad. El Teorema de Coase asume que las partes participantes en una negociación tomarán decisiones como actores racionales. Pero las instituciones públicas, el Parlamento y los parlamentarios, no actúan del mismo modo que las privadas, entidades que se caracterizan por maximizar el beneficio. Los parlamentarios responden a incentivos políticos, no de mercado. Los votos, más que las eficiencias originadas en los mercados, guían el proceso decisorio político porque los representantes pueden actuar al margen de los intereses generales, solo con el objeto de volver a ser elegidos.

Igualmente, no hay que desdeñar el papel que desempeñan los grupos de presión o de interés en el ejercicio de las funciones parlamentarias. Estos grupos de presión, a través de sus contribuciones o de las promesas de entregar un número de apoyos electorales, condicionan y contaminan esas funciones. Otro factor a tener en cuenta es el peso de los grandes grupos de votantes con diversos intereses, pero que carecen de una organización con la que identificarse, lo que deriva en que a pesar de ser numerosos cuantitativamente sean inefectivos en términos de influencia y condicionamiento de las decisiones políticas que se implementan en las funciones parlamentarias. A ello hay que añadir la existencia de diferentes niveles de gobierno, cada uno con sus particulares intereses, a veces contrapuestos, que influyen en el proceso de toma de decisiones y de actuación de los Parlamentos. Igualmente, el peso de los técnicos, de los gestores y burócratas que sin haber sido elegidos condicionan el curso de la representación y de la legislación de una forma decisiva al liderar su estructuración y organización técnica. Aquí es preciso tener en cuenta propuestas como la denominada “Constitucionalismo en 3D”. Con esa singular expresión, Joseph Corkin, ha ideado un método para conceptualizar la forma de legislar o negociar conflictos (underworld, inframundo) partiendo de la premisa de que el complejo parlamentario-gubernamental de carácter estatal ha menguado en aras a tres presiones, a tres ejes que inciden en ese formato tradicional. Un constitucionalismo en 3D (CORKIN, 2013, p. 267), en el que el eje parlamento gobierno se vea afectado horizontalmente, por el peso de la burocratización y el tecnicismo de quienes no han sido elegidos –en este marco de Parlamento abierto, por ejemplo los informáticos y programadores tendrán un protagonismo esencial- ; verticalmente, por los procesos de globalización y europeización y, lateralmente, por el peso de actores privados que claman por una autorregulación en un contexto de crisis y de recuperación del protagonismo de planteamientos neoliberales. Todos esos intereses van a tener un protagonismo en el desempeño tradicional de las funciones parlamentarias, en particular en la legislativa, financiera y de control. Es más, su presencia se va a transformar en auténticos obstáculos para un proceso de toma de decisión colectivo, racional y cuyo principal objetivo sea la maximización del bienestar. Esa irracionalidad por parte de los gobiernos, o al menos un importante distanciamiento de un comportamiento racional y maximizador del bienestar social, reduce la posibilidad de una negociación eficiente con otros actores.

Todos esos factores afectan a la representación, una representación que tiene dos condicionantes cuantitativos: el gran número de representados a los que tiene que vincular y la ingente cantidad de materias sobre la que tiene que regular. Es más, en esta función representativa se ubica otra gran paradoja: por un lado, se cuestiona la confianza en los Parlamentos, llegando a repudiarlos, pero, por otro, se reclama que resuelvan y actúen. Se les niega la confianza, pero se desea influir en su trabajo. Desde una aptitud abnegada, se asume que la representación parlamentaria es la “menos mala” de las posibles, dada la inviabilidad de otras opciones. Es en ese momento, donde más allá de un puro pragmatismo hallamos el espacio para fundamentar la idoneidad y la necesidad de un Parlamento en las democracias contemporáneas. La sociedad actual es cada vez más plural, menos homogénea, pero a la vez más uniforme globalmente. Eso genera la necesidad de hacer posible una representación más amplia en la que se integren los diversos, múltiples y encontrados intereses. Esa actividad integradora debe ser permanente, no circunstancial ni motivada por diversos impulsos. Tiene que ser institucionalizada, porque así es susceptible de visibilizarse y de controlarse. Tiene que fundamentarse en una distinción entre gobernantes y gobernados porque desde la misma se faculta esa limitación del poder y la exigencia de responsabilidad a los que toman las decisiones. Un Parlamento participado es el que puede afrontar estos retos. Es aquí donde la inserción de las nuevas tecnologías cobra toda su importancia, como herramienta que coadyuve a facilitar la apertura del Parlamento a esas nuevas demandas, rechazando la opción de que sean los propios ciudadanos los que tomen las decisiones, orillando al Parlamento, e incluso que se les adjudique el monopolio de un porcentaje elevado de las mismas.

La participación ha de proyectarse sobre el conjunto de las funciones parlamentarias. En las tareas legislativas el Parlamento habrá de determinar con meridiana claridad qué fases del procedimiento legislativo se abren a los ciudadanos y con qué requisitos. Entendemos que la identificación de los mismos es prioritaria. Un anonimato puede derivar en impunidad y en riesgo de canalizar la mera voluntad de volatizar el procedimiento. La participación en el impulso de la mano de las novedosas convenciones constitucionales o asambleas de ciudadanos es un reto. En la función de control, hablaremos de las organizaciones de monitorización parlamentaria. De su práctica hasta el momento detectamos un riesgo y es su inconstancia. En consecuencia, el objetivo principal es que esta participación se integre en los deberes cívicos, de los que se rechaza que se queden comprimidos a la emisión de un voto cada cuatro años, pero que lleva como contraprestación ese esfuerzo que queda por probar si se está dispuesto a ejercer para que este cauce participativo sea eficaz y válido. La otra opción, su variante emocional, llevaría a utilizar estos medios solo en momentos puntuales de frustración y enconamiento de las relaciones políticas. Es importantes destacar que estos cauces participativos no tienen que considerarse vinculantes para el Parlamento, dada la no probada representación de los mismos, por lo que su etiqueta ha de inclinarse hacia su catalogación como herramientas colaborativas en las tareas parlamentarias.

    d. El impulso a la función legislativa de los Parlamentos: desde la comodidad del monopolio legislativo-ejecutivo al activismo institucionalizado de las Asambleas de ciudadanos. La democracia deliberativa.

La implicación de los ciudadanos en afrontar retos de las políticas públicas que no han obtenido respuesta desde los tradicionales cauces representativos abre una puerta a la innovación de la mano de lo que desde el derecho comparado se ha designado como Convenciones Constitucionales (Irlanda) o Asambleas de Ciudadanos (British Columbia y Ontario).

El contexto en el que estos mecanismos se articulan es el determinado por el creciente protagonismo de intereses sectoriales, en particular económicos, en el ámbito del debate público. Unido a ello, la existencia de un manido e incuestionable déficit democrático en las democracias avanzadas en las que “las existentes instituciones democráticas no están funcionando eficazmente” (SNIDER, 2008, p. 19). Y ello se puede percibir en la cronificación de conflictos políticos, particularmente los territoriales. Cabría pensar que cuando los cauces tradicionales, dominados por los legislativos y los ejecutivos no han funcionado, se podría abrir un espacio a nuevas estrategias como la incorporación de los ciudadanos a un proceso deliberativo que concluya formulando propuestas de resolución de conflictos, de reformas constitucionales, de reformas de los sistemas electorales o de integración de nuevos retos en las políticas públicas. Esto es lo que se ha conseguido con algunas experiencias de democracia deliberativa a nivel comparado.

A la apatía pública se ha unido una creciente desconfianza en la integridad de las instituciones y de los procesos, sin mencionar los “esfuerzos cada vez más sofisticados para manipular la opinión pública” (CARSON, 2008, p. 5).

La democracia deliberativa tiene muchas expresiones y toma muchas formas. Puede ser individual, relacional, asociacional, parlamentaria, pero siempre canalizada desde la sociedad civil a la esfera pública.

A partir de ahí, se potencia la creación de una especie de “contrapúblico”, un público creado fuera de lo que se considera comúnmente como conjunto de ciudadanos. Es una especie de microcosmos resultado de un proceso selectivo, a través de métodos aleatorios, reunido para deliberar con el fin de mostrar lo que el público o los ciudadanos en su conjunto podrían decidir si tuvieran acceso a la información que ese grupo más pequeño de ciudadanos tiene. Desde ese presupuesto, se podría pasar a debatir qué decidiría el conjunto de la sociedad si se le diesen las mismas oportunidades para la deliberación.

Deliberación no alude a un mero debate, igualmente es más que un diálogo. Deliberaciones son conversaciones que importan porque trabajan metódicamente hasta llegar a un consenso, tratando de conseguir un ámbito común, mirando más al interés público que a sus propios intereses. La calidad y la profundidad de estas conversaciones es importante y una gran cantidad del esfuerzo de sus organizadores se destina a crear espacios de respeto, educativos, desde los que analizar las distintas propuestas en conflicto a partir de posiciones igualitarias. La democracia deliberativa se singulariza como un asunto “top down”, pese a lo que pueda parecer. La explicación radica en que la introducción de los ciudadanos en unos espacios invitados, impulsados por quienes toman tradicionalmente las decisiones, habilita una ubicación desde la que se les legitima a ofrecer recomendaciones a quienes son decisores finales.

Estamos ante nuevos instrumentos para introducir a los ciudadanos en el proceso constitucional (LEDUC, 2009, p. 233), en particular las Convenciones Constitucionales. Este hecho no es algo nuevo, desde Grecia, ya el Consejo de los Quinientos se configuró como un órgano deliberativo elegido aleatoriamente para un período de tiempo determinado y con la función de supervisar a la Asamblea. La semilla de esta idea radica en “fortalecer la participación no solo a través del voto, sino a través de una directa implicación en la democracia directa”, algo que se ha desarrollado a través del tiempo y que ha germinado en las ciudades Estado, en las comunas medievales o en los kibutz. Desde el punto de vista académico, se ha de citar a Dahl´s, y a la denominada “Escuela de Yale de la reforma democrática”, quien promovió la selección aleatoria de ciudadanos para actuar como “asesores” de los gestores públicos (1970, After the Revolution), a este grupúsculo le llamaría “minipueblo” (1989, Democracy and its Critics), y fijaría el mínimo de un año para cualquier deliberación que afrontase. Otros miembros de esta escuela son Barber, Gastil y Fishkin.

Dos significantes han implementado la idea de democracia deliberativa a la que hacemos referencia: la Convención Constitucional y las Asambleas de Ciudadanos. una descripción de lo que entendemos por Convención Constitucional en el marco de una democracia deliberativa. Asamblea, reunión o agrupación de ciudadanos, con sus representantes, avalados por precedentes organizativos similares y por el compromiso político de gobernabilidad basado en el poder discrecional del ejecutivo, con la finalidad de dotar de un suplemento al contenido normativo de la Constitución, concretamente en lo referido a la reforma constitucional, a los efectos de potenciar su flexibilidad, adaptándola a las circunstancias cambiantes de la vida nacional, a unas nuevas necesidades, determinadas por una coyuntura de crisis, política, económica o territorial. Con ella se reforzaría esa parte eficiente, presente en cada Constitución (BAGEHOT, 1867, p. 61). A la luz de las experiencias comparadas se estaría abogando por una nueva forma de impulsar la reforma constitucional. Este cambio requiere la propia reforma de la Constitución. Sin embargo, el potencial de esta estrategia radica en su contenido deliberativo y en su conexión con el trabajo parlamentario. Su aplicabilidad puede ceñirse a dos ámbitos, uno general en el que se abogue por el recurso a esta fórmula para diseñar una referencia hacia aspectos conflictivos de un orden jurídico, por ejemplo, el sistema electoral, y sobre el que el Parlamento parece no hallar acuerdo. En ese supuesto podemos citar las experiencias canadienses. Por otro lado, desde Irlanda se utiliza este recurso como una herramienta para validar aquellas cuestiones que los ciudadanos desearían que se abordasen en sede parlamentaria y que son especialmente relevantes en el concreto contexto político, como el aborto.

    e. Tecnoparlamentarismo, e-parlament versus Parlamento analógico.

La irrupción de las TIC en el desarrollo de las funciones de un Parlamento democrático es una opción inevitable. La aparición de un nuevo escenario para la representación y la participación es la principal característica del Parlamentarismo del siglo XXI. La principal paradoja es la aspiración a que este entorno digital sea capaz de suplir una realidad física, analógica, que inste a prescindir o minimizar el papel del Parlamento. Valorar los aspectos positivos y negativos de estos recursos tecnológicos solo se entiende que “solo si la tecnología es una ayuda, un complemento o un refuerzo del sistema representativo contribuirá a fortalecer la democracia y contribuirá a remediar la desafección ciudadana y la desconfianza de las instituciones” (RUBIO, 2017, p. 55).

Un prius valorativo puede sintetizar la paradójica situación que deriva de la irrupción de las nuevas tecnologías en el ámbito de la representación parlamentaria. Así, si las TIC contribuyen a visibilizar el pluralismo de la sociedad, también se convierten en un crisol imperfecto porque evidencian la importante brecha digital que invalida su potencial integrador; su contribución al fomento del diálogo y del debate tiene el riesgo de estimular la polarización de la sociedad; su contribución a la estimulación del interés de los ciudadanos en los asuntos públicos puede verse lastrado por la desidia que desemboque en participaciones erráticas, esporádicas y carentes de compromiso; a la rapidez de sus flujo informativos y de sus inmediatas respuestas le surge la sombra de la ausencia de reflexión sobre las que se cimentan; al fortalecimiento del control le acompañan la debilidad del anonimato de quien lo ejerce, la irresponsabilidad que le acompaña y las dudas sobre la neutralidad de los buscadores y de la información desde la que se formulan los posicionamientos; a la continuidad de su funcionamiento, frente a la periodicidad parlamentaria, le acompaña el agotamiento y la apatía que se deriva de la rutinización de las tareas. En suma, a los aspectos positivos se le pueden enfrentar sombras que exigen cautela y mesura en ese reto digital que es inevitable.

El futurible ya es presente y la nueva etapa del Parlamento se ha bautizado como “Parlamento abierto”, descrito por Rubio y Vela como “el resultado de la combinación de un contexto sociopolítico, dentro de la sociedad de la información, con el impacto de los avances tecnológicos sobre la institución parlamentaria” (RUBIO, 2017, p. 59). Sus características se desgranan en torno a los siguientes atributos: representativo, transparente, accesible, responsable y eficaz.

La representación buscada debe ser el más amplio espectro posible (grupo étnico, género, lengua, religión, situación socioeconómica y cultural) y proyectarse en la estructura y funcionamiento de la Cámara. A la luz de las experiencias más recientes en el parlamentarismo español, por ejemplo, la presidencia del Parlamento ha de ser escrupulosamente imparcial, para ello las opciones pasan por elegir candidatos extraparlamentarios, lo cual no deja de ser paradójico porque supone una desparlamentarización del Parlamento, desacreditando su representatitividad, o por el desempeño rotatorio del cargo. Dentro de ese pluralismo a representar, puede ser conveniente despojarnos del esquema binomial de mayorías y minorías, para empezar a pensar en grupos, diversos y equilibrados que han de estar concienciados de la necesidad de trabajar conjuntamente, para lo cual han de garantizarse unos derechos de presencia en los órganos de trabajo de la Cámara, como las Comisiones y subcomisiones, el derecho-deber a presentar propuestas en cada tramitación, o la incorporación de cuestiones ilustradoras de esa diversidad en las funciones parlamentarias, como la perspectiva de género, o de diversidad geográfica. Más recelo suscita el uso sistemático de las lenguas cooficiales. Si lo que buscamos es un espacio integrador de entendimiento común, lo que tenemos es que utilizar los recursos existentes para ello, que no deben ser incompatibles con la significación de otro elemento positivo de esa diversidad como es el pluralismo lingüístico. Lo ideal es que todos los parlamentarios conociesen y usasen todas las lenguas cooficiales en España, aunque lo más aproximado y alcanzable es que todos se congratulen de esa existencia y utilización como un valor en alza de nuestra existencia como Estado. Los parlamentarios tienen que tener una capacitación técnica para usar esas herramientas digitales que van a marcar su trabajo. Los derechos de los parlamentarios tienen que acomodarse a esas nuevas funciones. La protección frente al fumuspersecutionis desde la prerrogativa de la inmunidad tiene que mantenerse. Sin embargo, la mutación de su uso al convertirla en una especie de salvoconducto desde el que actuar de modo sistemático retando la legalidad es una paradoja que desvirtúa su concepción. En esa nueva configuración de los parlamentarios como agentes activos del parlamentarismo abierto y de la potencialidad de las nuevas tecnologías para habilitar una mayor personalización de las relaciones representantes-representados es preciso ordenar el rol de los parlamentarios y de los grupos en los que se insertan. La pluralidad dentro de los grupos parlamentarios, de los partidos y coaliciones que los sustentan, es otro de los retos de este nuevo parlamentarismo. Las fronteras entre partidos cada vez aparecen más tenues, por consiguiente, no ha de extrañarnos el aumento exponencial de casos de transfuguismo, de las personas que pueden pasar de un grupo a otro. Un tránsfuga mermaría con su actitud su representatividad – la correspondencia entre representantes y representados, su complicidad-, pero no atentaría a la representación, la responsabilidad que vincula al representante y al representado, que se mantendría mientras conserve su escaño.

El Parlamento abierto tiene que ser transparente. Los ciudadanos tienen que tener la posibilidad de contactar on line con los representantes, expandiéndose la posibilidad de acceder al Parlamento desde esa plataforma virtual. Se construiría una “oficina del parlamentario” habilitada por el Parlamento, no por su partido político, que sería especialmente activa en la circunscripción de la que proviene y en los temas en los que su trabajo parlamentario se haya especializado.

La transparencia se comunica con la accesibilidad. Ambas operan en una dimensión bidireccional. El Parlamento tiene que poner a disposición del ciudadano la información que demande y tiene que convertirse en un ágil receptor de las comunicaciones que recibe, así como de su remisión a quien mejor corresponda y de la respuesta a los ciudadanos. Ese contacto virtual no puede excluir un contacto directo y físico entre ciudadanos y representantes. Es preciso que estos no se olviden de los representados durante los cuatro años de mandato ordinario del legislativo, pasando a recordar solo a los electores, no a los ciudadanos.

Un Parlamento abierto tiene que estar abierto al examen y control sistemático de todo cuanto acaece en su foro. El Parlamento contemporáneo es el de la “accountability”, la rendición de cuentas, y la “responsiveness”, la rápida reacción y con capacidad de respuesta. Esa fiscalización puede ser mediata o directa. La mediata se canalizaría hacia los órganos institucionalizados que velan por un correcto desempeño de las funciones por los parlamentarios. La directa tiene como interlocutor a los mismos electores que en supuestos de Derecho comparado preservan la potestad de desdecirse de su elección, mediante una figura radical del revocatorio en virtud de la cual los ciudadanos pueden dejar sin efecto el mandato de los parlamentarios electos. La Constitución de British Columbia, 1996, contempla en el art. 35.1.f) la figura del “recall”, que se desarrolla en la Recall and initiativeAct que faculta a que un elector de un distrito pueda instar la revocación de un miembro de la Asamblea Legislativa provincial por dicho distrito (art. 19). Para ello deberá estar apoyada mediante la firma de más del 40% de los electores de dicho distrito. El resultado, de prosperar la solicitud, será el cese en el mandato y la vacantía del escaño, para cuya cobertura se ha de convocar una elección parcial (by-election).

El Parlamento abierto debe amoldarse a los patrones de la construcción estatal del siglo XXI y ha de justificarse por su eficacia, conectada a la capacidad para desempeñar las que se han cifrado como funciones esenciales del mismo. Para ello es preciso que sea autónomo, que su trabajo esté minuciosamente reglamentado y que no se vea apartado de los procesos legislativos y de control que inciden en sus funciones, pero que en aras de la internacionalización ad extra y de la territorialización ad intra desempeñan otros Parlamentos.

Estas herramientas tecnológicas serán clave para la potenciación de nuevas capacidades parlamentarias, en particular la capacidad de comunicación, la misión pedagógica e instructiva y la evaluadora.

La materia prima de la sociedad tecnológica es la información. La formación de dicha información es la clave. Es desequilibrio entre la información disponible para los ciudadanos y para los gobernantes ha sido tradicionalmente un elemento que refuerza el poder. El Parlamento tiene que adoptar un rol activo en la búsqueda de ese equilibrio informativo. Para ello el recurso a las nuevas tecnologías es esencial. Es importante que en esa estrategia de divulgación de contenidos desde el Parlamento se recupere un referente, el valor de la especialización, con la que se asociaba la información parlamentaria. Eso ha de hacerse compatible con la divulgación masiva de información. Así, iniciativas como la referida al premio de periodismo parlamentario, Josefina Carabias, impulsado por el Congreso de los Diputados, o el premio Luis Carandell del Senado son encomiables. Es interesante recuperar la existencia de la Asociación de periodistas parlamentarios que tiene el reto de contribuir a impulsar esa comunicación a la par que mantener una calidad de la información transmitida vinculada al tecnicismo del entorno parlamentario, dado que divulgar no puede asimilarse a vulgarizar.

La misión instructiva y formativa la destacaba Bagehot en su clásica descripción de las funciones parlamentarias. En los albores del siglo XXI parece más necesaria que nunca. Uno de los retos del Estado constitucional y, por tanto, de la propia Constitución, es la consolidación de una cultura constitucional. El reto de la aprehensión por parte de los ciudadanos de los principios y valores constitucionales. Aquí el papel del Parlamento es clave. Nuevamente hay que apelar a su configuración bifronte, como órgano y como institución. Como órgano el Parlamento ha de enseñar cómo actúa en el desempeño de sus funciones, es decir cómo legisla y qué legisla, cómo controla y cómo contribuye a la dirección política del Estado. Son las grandes enseñanzas que se transforman en las grandes líneas maestras de la actuación política. Como institución, el desempeño de esas funciones se atribuye a los componentes y ahí la importancia de que sus actuaciones, individuales y grupales, sean ejemplarizantes. Aquí introduciríamos una reflexión sobre el papel de las élites, en este caso parlamentarias, en la actualidad. Una referencia que comprimiríamos en los siguientes posicionamientos. Las élites serían aquellos que poseen una autoridad formal para dirigir, gestionar y guiar programas, políticas y actividades de las principales instituciones empresariales, gubernamentales, legales, educativas, civiles y culturales en una nación (DYE, 1976, p. 12).Compartimos la tesis de la inevitabilidad de las élites (URIARTE, 1997, p. 254), y desde este presupuesto analizaremos las desviaciones y los desafíos de las élites del siglo XXI, en particular las élites parlamentarias.

A la hora de identificar las élites podemos seguir alguna de las estrategias que indicaba Putnam. Bien optar por un análisis posicional, que implica que las instituciones de gobierno son un mapa útil de las relaciones de poder y que, por consiguiente, quienes se sitúan en las posiciones más altas de dichas instituciones son los que ostentan más poder político. Una segunda vía de identificación de las élites es el llamado “análisis reputacional”, que prioriza las relaciones informales de poder, dando un protagonismo a la identificación de quién tiene realmente el poder en cada organización. Finalmente, a través del proceso de toma de decisiones en una organización podríamos identificar realmente a las élites, a quien ostenta el poder (PUTNAM, 1976, p. 177). Siguiendo todas ellas, nos toparíamos con unas élites integradas por una minoría que tenga cualidades tales que se le pueda considerar más capaz o competente (SARTORI, 2007, p. 120).

Los dos primeros axiomas ya están asentados, necesitamos élites y éstas han de ser los mejores. Un tercer axioma pasa por depurar tres preocupaciones que surgen en torno a las élites, especialmente en Estados descentralizados, y que se ha apuntado en los métodos de identificación de las mismas. La primera de ellas es la necesidad de depurar a quiénes realmente tienen el poder y toman las decisiones, estos pueden coincidir o no con quien formalmente se identifica como titular de un órgano de poder y por ello es un elemento a valorar. Un segundo dato, es la conexión entre élites, las influencias tenidas o perseguidas por las élites para afianzarse en esa posición y, a su vez, para fortalecerla. En este punto, hay que recoger el guante de la historia más reciente de España en la que se verifica la tendencia a la no renovación de las élites y a su escasa permeabilidad (DEL CAMPO, 1982, p. 51). En este punto el surgimiento de nuevos partidos, con sus nuevas élites, hay que incorporarlo al discurso, dado que estas nuevas élites externamente parecen quebrar estos presupuestos, pero internamente son fieles a los patrones más tradicionales. La tercera es cómo esas élites interactúan con los ciudadanos, especialmente en los momentos de tensión política y en los momentos de grandes crisis. Nos podemos encontrar una serie de perfiles bien diferenciados, pero que podemos reconducir a dos, los líderes que recogen las peticiones de los ciudadanos y las formulan o reformulan, pero manteniendo la esencia de las mismas. A partir de ahí las canalizan y buscan su satisfacción, sin renunciar a poner su impronta y a recibir su compensación, en réditos electorales. Por otro lado, hemos de identificar a aquellas élites que persiguen afianzarse a costa de crear problemas y necesidades o aspiraciones en los ciudadanos. Ese proceso es lento y minucioso y puede exigir la cooperación de muchas entidades sociales y políticas, tiene que estar articulado en torno a un plan ordenado y ha de poseer además de una vis atractiva desde el mensaje en sí, un elemento subjetivo de captación o abducción, en función del grado de convencimiento y adscripción de los ciudadanos, y un alter externo cuya negatividad y a cuyo enfrentamiento se va a derivar, a sensu contrario, el fortalecimiento interno y la compactación del proyecto. Esta es la gran paradoja y el gran reto de la capacidad formativa de los parlamentos.

Desde de estos asertos generales, nuestra postura es meridianamente clara y contrastable. Las élites políticas se distancian de ese ideal de ser los mejores, y frente a esas capacidades brillantes han priorizado habilidades y competencias “populísticas” que parecen ser efectivas, tanto a nivel estatal, autonómico, como internacional. En conclusión, las élites ya no son los mejores, pero bloquean el acceso a los mejores y se autoalimentan desde la satisfacción ejemplar de necesidades que ellos mismos han contribuido a crear. Esas aptitudes son todo lo contrario a lo que necesitamos para solventar problemas y para liderar el trabajo de las instituciones, en particular el Parlamento.

Como colofón a esta necesidad de recordar que la función de los parlamentos es también formativa queremos hacer un recordatorio sobre el papel en su estructura orgánica de las subcomisiones, y esta reflexión tiene su origen en su utilidad en el ámbito comparado. Así, en el marco del referéndum secesionista escocés y tras la arrolladora victoria del SNP en 2011 y su pretensión de celebrar el referéndum, la respuesta conciliadora del ejecutivo británico fue “Scotland´s Constitutional future: A consultation on facilitating a legar, fair and decisive referéndum wheter Scotland should leave the United Kingdom”. De ahí se derivó un anteproyecto para formular una “Order in Council”. El Scottish Affairs Committee, de la Cámara de los Comunes, inició un procedimiento de encuesta, inquiry, relativo al referéndum de separación de Escocia y que equivaldría a la tarea a desempeñar por las comisiones de estudio o subcomisiones del legislativo español. Incluía, la recepción de las opiniones de los ciudadanos y la celebración de hearings públicos que otorgarían visibilidad y transparencia a estos debates. En febrero de 2012, esa Subcomisión publicaría un informe titulado “The Referéndum on Separation for Scotland: Unanswered Questions”, planteando cómo se resolverían cuestiones de la vida diaria tras un proceso de secesión escocesa. Así, qué pasaría con la UE; la relación del euro y la libra; las relaciones comerciales con el Reino Unido; la libertad de circulación; defensa y ejército; la financiación de los subsidios sociales, pensiones, etc. Este es un ejemplo más del papel activo y decisivo de estos órganos de trabajo. Sin embargo, la mirada hacia la realidad española es bien distinta, como evidencia el hecho de que las ocho subcomisiones activas en el Congreso en la XII Legislatura, una de ellas, la que estudia una posible reforma electoral solo ha recibido dos comparecencias en sus siete primeros meses de vida, en las que, por cierto, se ha reiterado lo que desde hace mucho tiempo se ha manifestado en el Pleno sobre ese tema. Algo parecido podemos decir de la subcomisión para el Pacto de Estado de educación, derecho que se debate entre el pacto y el rapto, por el paroxismo que se le ha imprimido en dicha subcomisión o de la que estudia las bajas de soldados y marineros al cumplir 45 años. Pues bien, estas subcomisiones tienen que dejar de ser instrumentos de retardo legislativo, aparatos para el boicot procesal, y convertirse en lo que deberían ser, “órganos de estudio y propuesta”. Es desde ellas, donde se podría dirigir esa actividad formativa e instructiva de nuestro Parlamento, primero hacia los propios parlamentarios y, de inmediato, hacia la sociedad.

Los Parlamentos actuales no pueden ser ajenos a la evaluación de sus quehaceres. El análisis de la implementación de sus funciones tiene que insertarse en la lista de actuaciones parlamentarias. Los tres estándares utilizables han de ser la eficacia –correlación entre objetivos y resultados-, la eficiencia –el análisis de los medios utilizados y del coste de los mismos- y la efectividad, que aglutinaría a ambos e incorporaría la reacción de la realidad social a sus propuestas. El Parlamento ha de participar en esa evaluación, pero no puede monopolizarse, porque quebraría la máxima de ser juez y parte. Por consiguiente, consideramos idóneo la institucionalización de un órgano, de adscripción parlamentaria, pero dotado de independencia, autonomía, fortaleza, medios, conectado a otras instituciones –Tribunal de Cuentas, Consejo Económico y Social-Defensor del Pueblo, que desempeñe con una visión crítica esta función. Aquí se habilita un espacio protagonista para la participación ciudadana, canalizable a través de las nuevas tecnologías.

En este espacio de evaluaciones cobran un protagonismo las denominadas Organizaciones de monitorización parlamentaria, PMO de acuerdo a su acrónimo inglés, inspiradas en la propuesta de democracia monitorizada (KEANE, 2009, p. 3) que son grupos organizados de la sociedad civil en torno a un objetivo principal que es la búsqueda de la transparencia y la participación ciudadana en los trabajos parlamentarios. Se describen como grupos ciudadanos, con una estructura horizontal, en cuanto a las personas y a los canales de comunicación, independientes, meritocráticos y basados en la ética hacker (MARTÍN MUÑOZ, 2013, p. 83). El “hacktivismo” es un movimiento que busca el gobierno abierto y los datos abiertos. Se inspira en una propuesta del MIT de los años cincuenta y tiene como principios clave el libre acceso a la información y la convicción de que la informática puede mejorar la calidad de vida de las personas. Su trabajo se desarrolla en un entorno que se podría denominar como “ecosistema digital político” y buscarían trasladar a un formato más comprensible, accesible y reutilizable la información que se genera en los Parlamentos. En esa tarea recurren a las API (Application Programming Interface) para que los programadores puedan construir aplicaciones de forma rápida y sencilla basadas en dichos datos. Es desde esas API como pueden facilitar una evaluación de las tareas parlamentarias. Resultado del trabajo de estas PMO ha sido “la declaración sobre la transparencia parlamentaria”, una llamada a los diferentes parlamentos para generar un mayor compromiso con la transparencia y la participación ciudadana en los trabajos parlamentarios (https://openingparliament.org/). Un ejemplo de estas es el Proyecto Colibrí, cuyo nombre es un acrónimo de COngresoLIBRe, cuyo eslogan es tan sugerente como “Ordenamos para ti los datos del Congreso.es”.

Estos nuevos retos no son ajenos a la presentación paradójica que hacemos de los mismos, dado que, si su objetivo principal es canalizar una información, la gestión de la misma puede derivar en un uso no neutral, convirtiendo a las mismas en nuevos agentes de presión, nuevos lobbies, que en base a su no institucionalización y deslocalización, eluden el control y su autotransparencia. Otra de las paradojas de estas herramientas de control es que su destinatario primario no es la oposición parlamentaria o el gobierno, sino la opinión pública, que luego deberá reaccionar para comunicar sus pretensiones, precisamente, a dicha oposición no gubernamental y al mismo ejecutivo. Estas nuevas capacidades se focalizan en la creación de una inteligencia colectiva, de la que formaría parte la que hemos considerado tradicional cultura constitucional.

6 Reflexiones sobre la reforma de los Parlamentos

Si en algún momento de abatimiento hemos llegado a barruntar la posibilidad de prescindir de la institución del Gobierno (SEIJAS, 2012, p. 127), esa sensación nunca la hemos abrazado cuando pensamos en el Parlamento. Sin embargo, la no complacencia con su diseño actual nos lleva a acumular algunas reflexiones sobre su eventual reforma al hilo de los planteamientos que hemos manifestado en las líneas precedentes, en conexión con las funciones señaladas.

El objetivo fundamental de cualquier reforma que se postule sobre el Parlamento ha de ceñirse a reivindicar su mayor protagonismo en la esfera pública y en la política.

En lo que concierne a la función legislativa cabe postular una reforma sustantiva y otra procesal. Sustantivamente, el Parlamento debe recuperar el protagonismo legislativo, reduciendo la intervención del ejecutivo en la función normativa, estableciendo unos límites más estrictos cuantitativamente y cualitativamente a la excepcionalidad reguladora del ejecutivo. Las convalidaciones de los Decretos leyes deben ser más rigurosas, a la par que respetuosas con los derechos creados. Formalmente, el proceso legislativo ha de agilizarse, primando el contenido político del mismo, frente al detalle técnico. La presentación de las bases políticas de una ley tiene que ser el inicio de su tramitación, en el pleno, desde el que se iniciará un iter procesal en el que se potenciará la transparencia y la colaboración con los ciudadanos y las organizaciones con intereses en la misma, un debate final de totalidad concluiría ese proceso. Procesalmente, hemos de señalar la necesidad de limitar los procedimientos de lectura única, que han de vincularse a cuestiones sencillas y marcadas por el consenso mayoritario, como señalan los arts. 150 del Reglamento del Congreso y 129 del Reglamento del Senado. En esos prerrequisitos no entra, ni la regulación de la televisión pública, ni la estabilidad presupuestaria, ni la abdicación del Jefe de Estado, ni mucho menos una reforma constitucional. Igualmente, y aunque parezca paradójico cabría expandir el procedimiento de urgencia (arts. 93 y 94 Reglamento del Congreso), pues la dilación no es sinónimo de calidad, más bien de desidia, de galbana y abulia. Los parlamentos tienen que legislar más y mejor, si lo hacen más ágilmente quizá dediquen menos tiempo a cuestiones banales. Para ello, también sería importante alargar los períodos de sesiones, extremadamente exiguos.

Vinculada a esa función legislativa, señalábamos la presupuestaria. El papel de los Parlamentos en la tramitación presupuestaria tiene que cualificarse. Por un lado, el Parlamento tiene que imprimir la responsabilidad de su status en la obligación de aprobar un presupuesto, más en nuestra condición de Estado miembro de la Unión Europea donde es requisito sine qua non para normalizar la vida político-económica. Si el Gobierno no los presentase o, reiteradamente, se negase la aprobación a los presentados tienen que habilitarse medios extraordinarios de negociación entre Gobierno y Parlamento para eliminar ese bloqueo. Por otro lado, a imagen y semejanza de lo desarrollado por el Parlamento sueco, el legislativo ha de “impedir que mayorías inestables aumenten las partidas presupuestarias sin contar con los fondos necesarios” (Unión Interparlamentaria, 2006, p. 143). Los gobiernos kamikace no pueden vulnerar la responsabilidad de los Parlamentos como instituciones.

La función de integración debe ser prioritaria en un contexto de Parlamentos fragmentados. Desde ella ha de potenciarse el papel de los Parlamentos en la resolución de conflictos, incluidos los territoriales. Por ello es preciso que se potencie la cooperación interparlamentaria, v. gr. mediante la Conferencia de presidentes de los órganos legislativos, para armonizar prácticas y procedimientos parlamentarios. El supuesto analizado se complica en aquellos casos en que alguno de los Parlamentos ha sido el detonante del conflicto o a actuado en una clara connivencia con sus protagonistas. Aquí el margen se reduce, pero sigue existiendo. La colaboración entre los técnicos, especialmente los letrados, el apoyo desde otros parlamentos al respeto a la legalidad y a la seguridad jurídica debe ser el paradigma. El papel de los presidentes parlamentarios es clave en todo este proceso. Cambiar los criterios de su designación, buscando candidatos neutrales y de mayor prestigio social, sobre los que se ciña un consenso será una opción. En un contexto de parlamentarismo atomizado, estos presidentes tendrán que ser hábiles con las estrategias de mediación y arbitraje a las que van a tener que recurrir en su trabajo.

La participación, el Parlamento participado, es el referente de cualquier otra reforma. Su presencia es transversal a la modificación de todas las funciones especificadas. Para su canalización, podría habilitarse la creación de una “Oficina del ciudadano” en el Parlamento, específicamente encargada de la gestión de dicha participación ciudadana. Sobre la canalización de la misma, parece no haber dudas sobre la impulsada por individuos particulares, por organizaciones, por lobbies, pero qué pasa cuando la demanda participativa proviene de colectivos no organizados. En estos casos cabría idear un derecho de petición colectivo, de adscripción agregativa y escalonada, que permitiese la significación de las posiciones ciudadanas, pero la elusión del filtro organizativo que muchos repudian, desde la imagen peyorativa de la intermediación de los partidos políticos.

Un Parlamento que contribuya a la dirección política en un mundo global e interdependiente. El Parlamento no puede ser un mero convidado de piedra en la proyección internacional del Estado, ni en la formación supraestatal de políticas respecto a las cuales solo reste su trasposición. La política internacional, y especialmente la europea, requiere una mayor parlamentarización.

Es preciso reforzar el prestigio de los Parlamentos. Para ello “una renovación del prestigio de los parlamentarios y más en general de todos los políticos pasa en este tiempo por el cumplimiento escrupuloso de sus tareas con absoluta honradez, sino también con ejemplaridad” (ASTARLOA, 2017, p. 414). Coherentemente, es preciso potenciar la Comisión del Estatuto del Diputado. Igualmente es preciso recuperar que la inmunidad no es ilimitada. A nuestro juicio, quedaría fuera de la misma, y del derecho a la libertad de expresión que la trasciende, las manifestaciones de parlamentarios troyanos que una vez introducidos en el sistema y beneficiados de sus prerrogativas quieren destruirlo.

Como culminación de todas estas reflexiones, la reforma parlamentaria tiene que pugnar por parlamentarizar a la sociedad. Esa función pedagógica ha de propiciar el mejor conocimiento del Parlamento, para desde el mismo impulsar una cultura constitucional que incentive la participación de los ciudadanos, con posiciones informadas, críticas, constructivas y rigurosas.

7 Conclusión

El punto final busca un enlace con la reflexión de apertura de este capítulo de la mano de Pitkin y la referencia a la tensión entre los objetivos ideales trazados con la representación, y la propia institución del Parlamento, y la realidad de los logros alcanzados. Desde ella, pero sobre todo desde las paradojas con las que hemos tejido esta reflexión, queremos recuperar el desafío continuo que la representante de la Escuela de Berkeley traza: “construir instituciones y entrenar a individuos de tal forma que se comprometan en la consecución del interés público, en la genuina representación del público; y, al mismo tiempo, seguir siendo críticos con tales instituciones y con tales aprendizajes con el fin de que siempre se muestren abiertos a posteriores interpretaciones y reformas” (PITKIN, 2014, p. 302).

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DOI: https://doi.org/10.18256/2238-0604.2018.v14i3.2973

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